Cuando uno sale de viaje lo primero que se hace es planear todos los detalles de éste. Lo ideal es tener todo cubierto para que ninguna cortapisa estropeé la diversión. Sin embargo, las más veces nada sucede como planeado y siempre hay de dos, o el viaje es un desastre o es todo un éxito. Tula no fue la excepción. El domingo salímos (allá conocí a Ale, una tapatía muy simpática que es "la onda") a recorrer la zona arqueológica. Para todo ésto, ni idea teníamos del dichoso cambio de horario, ergo andábamos una hora atrasados y nosotros ni enterados. En la central que está en el centro de Tula, un oficial nos dijo qué autobús abordar para llegar a la zona. Así lo hicimos, nos sentamos y la aventura comenzó.
Pasaron los primeros 5 minutos de viaje y no había señal de la zona, eso me pareeció un tanto extraño. Me relajé ya por los comentarios de Ale sobre el paisaje, ya por el hecho de que sentía estar de vacaciones. Pasaron 10 minutos y nada. Kilómetros más adelante me cayó el veinte de que estábamos muy lejos de la zona, y como no nos podíamos regresar, decidimos continuar hasta el destino final del autobús: Actopan.
Actopan deriva de la palabra otomí, "atoctl" que significa "tierra gruesa húmeda y fértil" y "pan" "en o sobre", y ésto es "sobre la tierra gruesa, húmeda y fértil". Este pueblito es muy conocido por sus bordados hechos a "punto de cruz" y "deshilado", al igual que la práctica de la cestería y la talabartería.
Sus platillos típicos le dan renombre por igual. Uno de ellos se llama "ximbo" y está hecho a base de nopales acompañados con carne de pollo; también hay "chinicuiles" que son parásitos del maguey, y escamoles que son larvas de hormiga negra, en fase de ninfas.
Debido a lo inesperado del viaje, no tuve la oportunidad de probar ninguno de esos suculentos platillos de traza internacional.
Caminamos por la calle donde nos dejó el camión hasta llegar al centro donde una plaza con un quiosco en medio de unas jardineras y pasillos, revelaba los pequeños atractivos del lugar. Gente a pie en todas direcciones que ahí deambulaba ya en un paseo dominical, ya en una salida en busca de comida o cualquier otro tipo de lance. Y a un costado de la plaza, el edificio que visitamos ese día; el "TEMPLO Y EX CONVENTO DE SAN NICOLÁS TOLENTINO". Cruzamos la calle y entramos a una especie de callejuela que nos llevaba al frente del convento. Antes de dirijirnos a él, hicimos una pequeña escala a un costado de éste donde vimos una "Capilla Abierta". Seguro estoy, que todos los lectores aunque sea una vez
en su vida han pisado alguna de la tantas zonas arqueológicas en nuestro país. Todas ellas tienen grandes centros ceremoniales, donde se llevaban a cabo rituales, danzas, y por supuesto, inmolaciones humanas por los antiguos pobladores del país que muy acostumbrados estaban a llevarlas a cabo al aire libre; ergo, harto trabajo costóles a los españoles convencerlos de entrar a las grandes iglesias, ya que los nativos tenían por idea que los techos se derrumbarían en sus cabezas, y es por eso que crearon este tipo de capillas. Y dicha argúcia funcionó. La capilla, de cañón corrido y arco de medio punto, tiene imágenes del infierno que ilustran muy descriptivamente, los diferentes castigos que sufren los pecadores si no siguen la palabra de Dios y como objetivo la evangelización de los nativos prehispánicos. Después de admirar las imágenes tortuosas del averno, fuimos al frente del templo, por lo cual nos pudimos percatar que era una construcción del siglo XVI, de estilo plateresco. El templo fue fundado en 1550 por San Nicolás de Tolentino. Enseguida, caminamos al interior para admirar su bóveda con toques de estilo mudéjar. Se aprecian las nervaduras en la bóveda.

La luz del día entraba por las ventanas mientras la misa llegaba a su fin. Parecía como si Dios mismo le comunicaba al padre terminar con bien. El humo del incienso se iluminaba al estrellarse con la luz, por lo cual no pude evitar captarlo en una fotografía.

El recorrido en el interior, nos condujo a una pequeña puerta que daba a una habitación contigua. Una capilla. En una parte de ésta, se encontraba una enorme fila que daba en una pila con agua bendita. La gente se agolpaba para zambutir sus manos o dedos en esta agua purificada y persignarse la frente. La decoración en el muro del fondo era muy bella, con santos y nubes sobre un cielo azul.
Regresamos al templo y al salir caminamos hacia el ex convento. Cruzamos unos arcos de medio punto con una bóveda de cañón y pinturas al fresco en su interior. Se entra no sin pagar una módica cantidad, aunque como era domingo, la entrada era de a "grapa".

Al llegar al patio aparecen unos arcos ojivales que sostienen una bóveda de nervaduras. Y en medio, una fuente para que uno arroje monedas en ella mientras se pide un deseo.

Inmediatamente después llegamos a lo que una vez fue el comedor. La decoración en el techo es verdaderamente asombrosa. Se aprecian distintos diseños en unos orificios en la bóveda, cuyos colores y formas le dan un toque distinto a otras. No había visto una como esa.
Al final del pasillo se llega a lo que fue la huerta del convento. Hay una escalinata muy bella que divide dos fosas llenas de agua, y que lleva a un pasillo que conecta con otros interiores donde estaban las celdas de los habitantes del convento. El techo de viguería y los arcos de medio punto le dan un toque muy galano a este lugar, al igual que las ventanas estilo ojo de buey que permiten admirar otras partes del convento.
Las celdas como en cualquier otro convento son cuartos suficientemente grandes para tener un camastro, una mesa y un baúl para guardar los hábitos y ropas del monje. Generalmente tienen decoraciones en los muros con imágenes sacras, relacionadas a pasajes biblícos. Se puede apreciar una especie de banqueta junto a la ventana que invita a la meditación en esos días cuando el mundo se ve gris. Los pasillos son oscuros y lugúbres de día, de noche, doblemente lugúbres.
En lo que fuera el claustro se encuentra el museo de arte religioso que exhibe obras artísticas de la época colonial y del siglo XIX. Sobresalen pinturas al oleo de los siglos XVIII y XIX, con un carácter meramente religioso, enmarcadas en madera brillante y estofada, así como estofadas son algunas de las estatuas del lugar. 
Al descender por la escalinata al final del pasillo se observa la pintura mural que como si hubiera sido un palacio florentino, engalana los muros y techo de este pequeño cuarto. y como es de esperarse las imágenes tienen una orientación religiosa, aunque eso no les quita su belleza.

En la planta de abajo, regresamos al comedor y entramos a lo que fue la cocina donde se ve un ventanal con un ojo de buey, y a un costado una gran chimenea donde hay muros enegrecidos por el humo que una vez salió de ella.
En sí, todo el conjunto conventual es un lugar místico y atractivo sobremanera para todo aquél que como yo, adora este tipo de estructuras arquitectónicas de nuestro pasado.
Mientras regresábamos por donde habíamos llegado la plaza poco a poco se quedaba atrás y la calle del camión se veía adelante no como señal de que la aventura se había acabado, sino de que apenas iba a la mitad, ya que ese mismo día, visitamos Tula, de la cual ya hablé en la entrada pasada.
Actopan, a pesar de ser un lugar muy pequeño, no deja de ser clave en el recorrido del estado de Hidalgo y a sólo una hora (más o menos) de Pachuca, es una opción que se puede convertir en una aventura más cualquier día del año.